miércoles, 25 de julio de 2012

EL ATAJO


El atajo

            En el atajo sólo había cinco farolas. La del centro funcionaba cuando le daba la gana y si estaba apagada dejaba una zona oscura del tamaño de un campo de fútbol. Cruzar por el atajo se consideraba peligroso, los robos a punta de navaja eran frecuentes; las mujeres se esperaban unas a otras hasta formar un grupo numeroso y los hombres no se aventuraban a ir solos si podían evitarlo.
            Yo me acostumbré a pegarme desde la salida de la estación a un hombre fuerte con aspecto de no tenerle miedo a nadie. Me sentía seguro cerca de él, él lo sabía, y al entrar en el atajo aminoraba el paso sin perderme de vista por el rabillo del ojo. Parecía que íbamos juntos pero enfadados, como un padre que lleva a su hijo a casa después de una travesura: gritando sin decir palabra.
            Actuamos así durante meses, hasta que una noche encontramos apagada la farola del centro. Al fondo, venía en la dirección contraria un hombre, pero sólo se distinguía el bulto. Nos cruzamos con él en plena oscuridad, era un anciano sin envergadura, mi acompañante sacó una navaja y le obligó a darle todo el dinero. Yo me quedé inmóvil, como detenido por un trámite. El viejo no se atrevía a mirarme a la cara. Cuando acabó de atracarle, mi protector siguió camino adelante, y yo fui detrás dispuesto a colaborar. Saqué mi cartera del bolsillo mientras llegábamos a la luz de la siguiente farola. Entonces el hombre se acercó a mí, me entregó la mitad de los billetes robados y me dijo, muy en serio, que el siguiente apagón me tocaba a mí.

                                                                         de Silencios que me conciernen

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