martes, 20 de mayo de 2014

SEBASTIÁN EN EL TIEMPO

           
             Algunas personas lo tienen difícil desde el principio.
            Cuando Sebastián era un niño pequeño y le llamaban Sebín, por lo gordo que estaba, se lanzaba contra las paredes convencido de que podía atravesar la materia. El golpe era siempre brutal, perdía el conocimiento, y al recuperarlo afirmaba haber estado en el Otro Lado. Se consideraba invulnerable, su voluntad era más fuerte que la realidad, su inteligencia estaba más allá de la lógica, nunca se rendía a la evidencia. Una fractura de cráneo a los ocho años dio por concluida su infancia exacerbada. Tener que aceptar la solidez de la materia fue su primer trauma, la primera depresión que lo dejó en los huesos.
            A los catorce años Sebastián era delgado como la aguja del minutero. Vivía enfrentado con el tiempo de un modo salvaje. Vestía de negro y sus pensamientos eran siniestros hasta el escarnio. Haber perdido la batalla con la materia no le había enseñado nada, salvo a tener mal perder, a ser feroz e insensato. Su rebelión era visceral, incontrolada. Se negaba a consentir los hechos de forma consecutiva. Siempre que pensaba en continuar adelante con una acción se atascaba, se quedaba paralizado como si de pronto comprendiera la falta de interés que tienen los acontecimientos cuando se suceden los unos detrás de los otros. Odiaba la sincronía, y en cuanto detectaba un patrón, una secuencia, se lanzaba con desesperación a romperla con excentricidades. Sólo le servía lo imprevisible. Cada segundo desafiaba al segundo siguiente, le retaba a ser cualquier cosa con tal de no ser lo esperado. Algo agotador. Intenso hasta la implosión. Los propios intestinos suplicaban  abandonar el cuerpo de Sebastián. Una semana antes de su dieciséis cumpleaños sufrió el primer colapso. Dejó de vivir, sin más: pesaba cuarenta kilos.
            Estuvo muerto setenta y dos horas. Luego volvió a la vida del mismo modo inexplicable que se había ido. Los médicos detectaron entonces una peculiaridad difícil de comprender, o de aceptar. Sebastián era un laboratorio químico autónomo. Su cuerpo era capaz de sintetizar un sinnúmero de sustancias por voluntad propia, ajeno a lo exterior, por deseo, no por necesidad. Todo un privilegio para cualquier humano, pero una gran desgracia para una mente tan caótica y obcecada en nadar contra corriente. El tiempo es un concepto y cualquier desafío no conceptual está destinado al fracaso.  Sebastián lo comprendió, se estabilizó, engordó, y durante varios años vivió una tregua prometedora. Se acostumbró a la rutina de los días y las noches. Al paso de las estaciones. A inyectarse desde su propio interior el producto químico concreto que necesitaba para estar equilibrado. A los veinte años todo el mundo lo confundía con una persona normal. 
          Pero la vida cotidiana del héroe le usurpa la gloria, y Sebastián no se rendía a ser humillado por la materia y después por el tiempo, de modo que mezcló en un revoltijo todas sus perturbaciones y se enfrentó a pecho descubierto contra el espacio. De alguna manera ordenó a su cuerpo que no fabricara substancias químicas para protegerlo. Ser yonqui de sí mismo lo debilitaba, lo mantenía en un plácido aturdimiento, en una cobardía vital. Tenía un sino, y a todo le añadía un sin embargo.
            Yo fui su noveno psiquiatra. Llegó a mis manos con veintisiete años y completamente destrozado. Pesaba cincuenta kilos escasos. Se entretenía dejando de respirar en mi presencia, llegando al desmayo. Casi nunca sabía dónde se encontraba, describía paisajes espeluznantes, sostenía que viajaba con facilidad entre las diferentes dimensiones de la realidad. En su cabeza sólo quedaba de la razón una sombra indigente,  un algo desgarrado y lleno de niebla. Un torpe balbuceo. Me costó meses llegar hasta él, y si me permitió la entrada fue porque se encontraba solo, necesitaba un amigo. Con el corazón en la mano, le puse delante dos pastillas diarias y un somnífero de impacto para ir a la cama. Poco a poco logró coordinarse con el tiempo y dejar de viajar por el espacio. “Tiene que haber una vida para mí”, me dijo en una sesión, “me conformaría con poca cosa”. Ese día lloramos con ganas.
            Sebastián lleva ya tres años trabajando como jardinero y ayudante de mantenimiento en este psiquiátrico, del que nunca sale. No toma medicación, salvo la que se proporciona desde dentro y cuya fórmula es personal e intransferible. Está tan escandalosamente cuerdo, y tiene tanta capacidad para no estarlo, que con frecuencia le pido consejo para acceder a algún paciente cuya perturbación no alcanzo a comprender hasta que él me la explica.  A fin de cuentas, ha sido explorador de la mente, estuvo perdido, venció y fue derrotado, pero vive para contralo. Ayer mismo me comentó que todavía conserva el don de la adivinación. Tuvo que desarrollarlo para encontrar el camino de regreso. Por demencial que fuera el estado en que se encontraba, buscaba entenderlo, poder describirlo, encerrarlo en palabras. Escribía estas palabras en su cabeza, las recordaba, las pulía como poemas y la evocaba como ensalmos. Logró saber siempre lo que sucedería mañana. Se volvió muy diestro en las predicciones, que le ocupaban todo el día. Al principio se equivocaba con frecuencia, acertaba por casualidad, por suerte y por simple chiripa, y sufría pensando que el tiempo que había dedicado a formular una previsión no cumplida era tiempo baldío, perdido. Por simple perfeccionismo, para obtener mejores resultados, comenzó a ajustar sus actos a sus predicciones hasta obtener un cien por cien de aciertos. Ahora vive anticipándose a sí mismo. Sólo es libre de diseñar futuros posibles, realizables, ajustados como una cadena a su persona. Igual que cualquiera de nosotros. 
                                                                       publicado en Revista Cantárida 

 

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