Entre
las luces atardecidas
crecían
en la carretera
palabras
gasolinas.
Aparecieron de pronto en el cambio
de rasante, como un espejismo de asfalto. En cabeza iba un chaval con una varita
blanca, descortezada y brillante, jugando a hacerse el ciego. Con una mano
golpeaba el suelo siguiendo un ritmo acompasado, que sonaba como el morse, y
con la otra sujetaba la correa de un lazarillo imaginario. Detrás de él, una
niña intentaba distraer al perro diciendo: Busca, Pincho, busca. Una voz, que
todavía no tenía figura, les dijo que no se alejaran demasiado. Se detuvieron
los dos y esperaron hasta que llegó el grupo; eran una veintena, todos adultos
menos ellos. Parecían viajeros que se han apeado del autobús en mitad del campo
y caminan hasta una propiedad fuera de ruta. Algunos llevaban mochila, otros
arrastraban enormes maletas con ruedas, pero al final iban dos hombres, con
sendos carritos de la compra cargados de verduras, delatando al grupo. El
encargado de la gasolinera, que los estaba viendo llegar, se preguntó en voz
alta: “Qué hacen éstos en mi Entornaje”. Palabra embreada que significa entorno
sucio, deteriorado y a un pie de lo salvaje.
La mayoría de los campos de
alrededor estaban abandonados y crecía en ellos una hierba alta, feraz,
entretejida con zarzas y poblada de ruidos animales: roedores e insectos; alguna
serpiente. Allí no había cultivo intensivo de ninguna empresa, ni naves
industriales en el horizonte. La naturaleza al barbecho se había comido hasta
el cementerio, y hacía ya dos generaciones que no vivía nadie en la zona. La
ley establecía una gasolinera cada cincuenta kilómetros, sólo por eso aquel
hombre hacía guardia junto a los surtidores. No tenía cara ni expresión, pasaba
el tiempo esperando que se acabara su turno y llegara el relevo. Cuando el
grupo entró en la gasolinera, abrió un botellín de agua, derramó un chorro en
el suelo de la entrada de la tienda y puso un cartel amarillo: Atención. Suelo
resbaladizo. No pasar. La verdad, no tenía nada en contra ni a favor de los
Arceneros, desahuciados de la cuidad que
caminan por los arcenes buscándose la vida, pero pensaba que un turno sin
incidentes era un buen turno. Y eso eran puntos, y los puntos se traducían en dinero.
Cerró la caja registradora, se guardó la llave en el bolsillo y abrió la tapa
del botón de emergencia, pero no llegó a pulsarlo. Eso sí, miró a la cámara de
vigilancia y se bajó el párpado con el dedo para indicarles que estuvieran
atentos. Ojo.
El grupo de arceneros se acomodó en
una esquina de la gasolinera. Los niños se metieron en el entornaje, pero la
voz de su madre, ahora visible, alta, esbelta, con el pelo negro y grasiento
sujeto en un moño prieto, les llamó de nuevo la atención. Ellos respondieron
con gritos, pero sin obedecer. Ella se sentó en el borde de su maleta, cansada,
y comenzó a soltarse los botones de la blusa. El sujetador apareció sucio,
raido, un poco vacío, y, cuando ya se disponía a quitarse los pantalones, los
dos hombres de los carros de verdura dijeron al unísono: ¡Espera! Ella se
detuvo, esperó. Pero el resto del grupo se fue quitando la ropa sin quitársela,
desabrochando y abriendo cremalleras pero dejándosela puesta. Los dos hombres
hablaron con el encargado de la gasolinera. Dijo que No, pero le enseñaron las
monedas, se encogió de hombros y les dio una ficha. Ellos la mostraron al grupo,
y al incorporarse a él ya estaban todos desnudos. Los niños regresaron del
entornaje y también se quitaron la ropa. Hay que decir que la ropa sólo tenía de
ropa la apariencia: trajes con hombreras, pero sin forro ni bolsillos: jersey
de ochos, rojo y amarillo, sin cuello ni color;
pantalón de pata ancha, porque está descosido hasta media pierna; gorra
con visera rígida y el resto a punto de desintegrarse; zapatos y deportivas,
todos, sin excepción, de color gris polvo. Desnudos estaban más vivos. Uno a
uno, se metieron en el túnel lavacoches y se abrazaron para darse una buena Duchadera.
Ducha grupal en lavacoches de gasolinera, que incluye lavado, secado y también cera.
El ciclo de lavado se desarrolló con
normalidad, entre risas y llantos. Una mezcla de gracias al cielo y maldito el
firmamento. Todos callaron en el encerado, normal, y cerraron los ojos.
Salieron relucientes. Guapos. Frescos como bebés. Y abrieron sus maletas y sus
mochilas y se pusieron ropa limpia, sin planchar pero limpia. Y se peinaron sus
cabellos encerados. Luego, juntaron la calderilla para comprarles a los niños
un paquete de patatas fritas, pero no les llegaba y se pusieron en marcha. Al desaparecer
el último, las luces de la gasolinera parpadearon y se encendieron, inaugurando
la Nonoche. Que es una noche sin luna y sin estrellas, sólo frío y oscuridad.
publicado en Revista Cantárida Nº 376-377 Julio-Agosto 2014
éxodo y exílio ... incertidumbre de si ello deparará un nuevo dios.
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