viernes, 26 de septiembre de 2014

EL MALECÓN


 
            Cuando llegaron las aguas, Salustio comentó que el castor de la civilización trabajaba con ahínco para acercarnos una marea de sueños y promesas. Lo dijo así,  en  plan poético, porque los jóvenes habían depositado sus esperanzas en el pantano y a nosotros, los viejos del pueblo, nos estaban contagiando esas energías con las que iban a construir el futuro. La pega estaba en que era Su futuro. Nosotros no podíamos trasplantar nuestra experiencia de huerta y llanura a ese mar inmóvil que ahora anegaba el paisaje, toda nuestra sabiduría había quedado bajo las aguas, y los jóvenes, ya de por sí engreídos, comenzaron a faltarnos al respeto. A mí, la verdad, me parecía que las aguas nos habían librado de una gran responsabilidad. A partir de ahora los jóvenes podrían equivocarse a su antojo, como hubieran hecho en cualquier caso, pero no podrían culparnos por haberlos aconsejado mal o por haber dejado de aconsejarlos.

            —A nuestra edad —dijo Salustio— si nos quitan los consejos, no querrán echarnos de comer.

            Estuve de acuerdo con él en eso. Y también en lo de tomarles la delantera, construir una barca y sembrar peces en el pantano. La barca nos llevó mucho trabajo porque somos viejos y a la poca capacidad y ganas de arrimar el hombro había que añadirle el temor a que nos quedara mal y morir en un naufragio. El resultado fue una barca pequeña, pero sólida, y además flotaba, lo cual no dejó de asombrarnos.  Lo de los peces ya fue otro cantar. El hombre de la piscifactoría echó sus cálculos y nos dijo que, con tal y cual cantidad de alevines, pasados diez años, podríamos pescar a diario en cualquier lugar del pantano.

            —Si esperamos diez años —le dijo Salustio—, los gusanos nos habrán pescado a nosotros.

            Así que le pedimos que lo calculara de nuevo para poder pescar al año siguiente, hizo sus números, nos dijo lo que nos costaría, y luego se rió. Se rió mucho. Veintisiete días más tarde, regresamos llevando bajo el brazo un taco de papeles del grosor de una tabla. En ellos figuraban los términos de las ayudas provinciales, las subvenciones regionales y el estipendio del ministerio correspondiente de la nación, según los cuales, y por procedimiento de urgencia, se nos concedía a nosotros, ancianos pesados donde los hubiera, la cantidad de peces que nos diera la puñetera gana. De modo que el tipo de la piscifactoría se puso azul y nos suplicó que no le vaciáramos los tanques. Recuerdo que Salustio se tiró de los pantalones, puso los brazos en jarras, y sin más, le preguntó su opinión sobre si el barbo común picaba más a la mosca o a la cucharilla.

            Una vez resuelto lo de la barca y los peces, nos preocupamos por nuestra salud. No era buena idea andar todo el día con el calzado y la ropa empapados de tanto subir y bajar a la barca. Aprovechamos un terraplén de rocas cercano al pueblo, que con la subida de las aguas se había convertido en un malecón natural, y allí pusimos nuestro embarcadero provisional. La primavera siguiente a la aparatosa descarga de los alevines, pescamos Salustio y yo más peces que manzanas habíamos robado en toda nuestra infancia. Los jóvenes vieron que la cosa iba en serio y empezaron a comprar cañas de pesca y a fabricarse sus propias barcas. El pasado invierno, por acuerdo municipal unánime, nuestro pueblo añadió una muletilla a su nombre y ha pasado a llamarse Salvatierra del Mar.

            Una cuadrilla del ayuntamiento y numerosos voluntarios han trabajado de firme en el puerto todos estos meses y el terraplén del embarcadero se ha convertido en un lindo malecón. Las parejas pasean por allí al atardecer, cogidos de la mano. En estos momentos hay amarradas a su amparo un centenar de barcas. Aquí han cambiado mucho las cosas en muy poco tiempo. A nosotros, como pioneros, nos va de maravilla. Salustio y yo les llevamos ventaja a todos en conocimientos de pesca y en el comportamiento de nuestro mar artificial. Cuando alguien tiene una duda, nos pregunta a nosotros. Solemos estar sentados en nuestras tumbonas, en la punta del malecón, ataviados con chaquetas y gorras de capitanes de la marina mercante, con las pipas de espuma de mar colgadas de los labios, comentando nuestras navegaciones intrépidas. A menudo, nuestros nietos más pequeños vienen con otros niños y nos piden que les hablemos de los fabulosos animales marinos que hemos tenido la oportunidad de conocer. En eso Salustio es increíble. Les cuenta, por ejemplo, la historia de las Truchas Locas, también llamadas Truchas de Campanario, porque suelen vivir en los campanarios de las iglesias sumergidas, se vuelven tarumbas con el eco fantasmal del tañido de las campanas, y atacan a los pescadores solitarios y se los comen crudos.

            A veces, escuchándole contar cuentos, me parece que nuestra memoria, que ya dábamos por perdida bajo las aguas, reflota a la superficie transformada, diferente, dotada de una magia que jamás hubiera tenido sin la ayuda del pantano. Es una suerte, porque uno lanza el sedal y nunca sabe qué recuerdo va a terminar picando el anzuelo.

                                                           publicado en Revista Cantárida

miércoles, 17 de septiembre de 2014

REPLICANTE CON LIBÉLULAS-La cosecha


 
Hace hoy un año, Marina y yo cometimos el error de permitir que el niño les disparara con su pistola de plástico a los Fuegos Artificiales. Al principio sólo era una gracia infantil, algo divertido, apuntaba, decía PUM, y nosotros lo celebrábamos con una risotada boba. Benito lo hacía bastante bien, sincronizaba sus disparos con las detonaciones del cielo y, como no molestaba demasiado, le dejamos continuar. La cosa no tubo importancia durante los fuegos de presentación, que eran lentos, pero conforme se incrementaba el ritmo de los cohetes los disparos de Benito aumentaron en rapidez e intensidad, llegando en la palmera naranja a un ametrallamiento celeste bastante frenético. Por suerte, los pirotécnicos valencianos hicieron a continuación un alarde de cataratas silenciosas,  y el crío pudo tomarse un descanso. Luego todo sucedió demasiado deprisa: grandes explosiones, vítores de los espectadores, rojo, verde, azul, dorado, sin tregua y, al final, la traca final, toda una demostración de poder militar, un desafío clamoroso a las alturas... y  el niño disparaba y disparaba y gritaba, Pum-Pum-Pum-Pum, hasta que la imposibilidad material de pronunciar cada uno de los disparos convirtió su voz en un chillido irritante y demencial. Con la primera bomba de despedida alzó los brazos, con la segunda sufrió el colapso y con la última cayó al suelo. Como era muy teatrero, pensamos que hacía comedia y le dejamos tumbado en el suelo por lo menos cinco minutos. Cuando al fin le di una patadita en el costado y vi que no reaccionaba, reaccionamos nosotros. Yo cogí en brazos a Benito, Marina a Yolanda de la mano, y corrimos hacia el puesto de la Cruz Roja. La marea humana posterior a los fuegos entorpecía la marcha y tardamos una eternidad en llegar. Dada la evidente gravedad del caso, nos atendieron de inmediato, y Benito pudo respirar gracias a una mascarilla de oxígeno. Sin embargo, tardaba demasiado en abrir los ojos. Cuando al fin lo hizo, su mirada era extraña, diferente, enajenada, y aunque el médico le hizo una batería de pruebas sobre reflejos y el niño respondió coherentemente a todo lo que le preguntamos, no lograba regresar por completo. Quizá para tranquilizarnos, Benito me sonrió, y la sonrisa lo empeoró todo porque era una mueca totalmente artificial. Luego bajó de la camilla. Caminó titubeando hacia la salida, y recuerdo perfectamente dos cosas: Yolanda se escondió detrás de las piernas de su madre porque de pronto le tenía miedo a su hermano, y un punki que sangraba de un brazo y hacía cola frente a la caseta afirmó que Benito era un "quemado", y lo dijo como si fuera una tipología concreta. Lo llevamos inmediatamente a Urgencias, pero el escáner no reveló nada. Benito estaba bien, era un niño de seis años normal y corriente, aunque el médico admitió, peregrinamente, que había tenido “algo así como un ataque de euforia”… Sin embargo, la mirada de Benito seguía ahí, a una milésima del cristal de los ojos, como retraída, inquieta, a la expectativa. A pesar de todo, el chaval no quiso que por su culpa cambiáramos nuestro Plan de Fiestas, algo que proyectábamos los cuatro con ilusión durante semanas, y al día siguiente estábamos en los Chaplin viendo una retrospectiva de cine de ciencia ficción. Dos películas de adultos en las que colamos a los niños, sin miramientos, como parte de su educación. Primero echaron Symbol, y los niños se divirtieron, pero en el descanso dijeron que no habían entendido casi nada. Después vimos Blade Runner, el montaje final, y Benito se metió tanto en la peli que no cogió ni gominolas ni torpedos, casi ni pestañeaba. Le encantó. Nos lo dijo dando saltos en la salida del cine. Daba gusto verle, parecía el de siempre. Su escena favorita, dijo, era la del replicante con libélulas. Ninguno de nosotros había visto libélulas en toda la película, se lo dijimos, y él nos describió la escena final, con Roy Batty muriendo y soltando al aire una paloma, pero en versión libélula. Dos libélulas, concretó. Yolanda le dijo que estaba loco, y Benito le respondió que peor para ella si no las había visto. Marina comenzó a preocuparse en serio. Ha pasado ya un año, un año largo, y desde entonces el niño ve un mundo alternativo superpuesto al real. Y no es sólo imaginación, hay algo más, algo difícil de explicar. Como si viviera en un lugar de ideas imposibles que suplican que alguien las piense. La víctima de un paraíso fantástico que necesitaba una mente como la suya donde existir. Benito lo vive como un privilegio hermoso, pero su hermana sigue horrorizada. Nosotros, Marina y yo, estamos pensando en regresar a Cifuentes. Debemos protegerlo y adaptarnos a su fragilidad. Ahora tenemos un hijo de cristal.

                                                                   de La cosecha, pag. 89

lunes, 15 de septiembre de 2014

EL ARTE DE LA HUMILLACIÓN-La cosecha


 
En esa época yo tenía una distribuidora de vinos. Trabajaba sólo con cinco marcas, todas de bodegas muy pequeñas de la Rioja, gente a la que en su momento visité e hice propuestas de negocio que firmamos con un apretón de manos. Les compraba una partida de botellas, me las traían a casa, apilaban las cajas en mi garaje y se llevaban el dinero en metálico. Luego yo las vendía al por menor, en cantidades discretas y en días señalados, por ejemplo bodas, comidas de negocios y otras celebraciones. O sea: llamada de teléfono, cargar en el coche, entregar en la trasera del restaurante, cobrar, y, al día siguiente, ese vino ya estaba en estómago ajeno y las botellas en el contenedor. Ningún problema en cuatro años, hasta que me llamó al móvil Alfredo, el jefe de cocina del Condestable.

—Hay un tipo muy raro haciendo demasiadas preguntas por aquí. Quítamelo de encima, Fernando, y me acordaré de ti cuando esté en el paraíso.

Tenía dos primeras comuniones esa semana, los invitados eran de monte, beberían como cosacos. Me dijo que pensara en las cajas de vino que vendería, y en las que dejaría de vender si aparecía por allí un inspector. Alfredo era convincente, aprendió retórica en una comisaría. No podía no ir.

El restaurante Condestable estaba situado sobre una pequeña loma desde la que se dominaba Mansillas. La gasolinera, los cuatro talleres mecánicos, los bares de menú del día, los dos hoteles del Inserso, los tres de lujo, el hipermercado y las cuatro filas de casas, la mayoría nuevas, con vecinos de última hornada. Mucho dinero en circulación. Hablé con Alfredo en la cocina, concretamos lo de las comuniones, y luego me mandó a la barra del bar para que uno de sus chicos me orientara. Pedí un vermut, y el barman me contó que el tipo raro había llegado alrededor del mediodía y que hacía preguntas como: ¿no es peligroso tener tres aparatos enchufados en un alargador junto a la cafetera?  Podía ser un quisquilloso, un gilipollas, o, dijo el barman, un inspector muy cabrón que avisa de su llegada para que tengamos lista la pasta. Había estado allí hasta las doce, leyendo el periódico con una calma que al barman le había destrozado los nervios, y luego había cruzado la carretera. Ahora estaba donde Jonás, que tenía un restaurante de tres tenedores de lo más acogedor. Dejé el vermut a medias. Jonás era un tipo muy noble, raro en la zona, podía sacudirle un guantazo a cualquiera que intentara vacilarle.

Fui de inmediato a su local, me senté en la barra y pedí lo de siempre. Nunca pido lo de siempre, así que le hice un guiño a Jonás y supo a qué venía. Me sirvió un vino de los míos, estaba nervioso y le dio un golpe a la copa que casi la dobla. Al fondo, el tipo raro parecía estudiar la lista de precios como si fuera un jeroglífico egipcio y había tenido el descaro de descolgarla de la pared. Jonás casi rayaba la barra con las uñas, así que cogí mi vino y me senté cerca del tipo raro. Me miró. Yo no suelo mirar fijamente a los ojos, para que no se me note, para no asustar, pero a él le miré a los ojos, y luego sonreí como lo hace mi perro antes de lanzarte los dientes.

 —La hostelería es un negocio muy duro —le dije—, si eres inspector y quieres un trato, habla conmigo.

Se aferró a la lista de precios en vez de soltarla. Uno de sus zapatos resbaló sobre el aro metálico del taburete y tuvo que poner los dos pies en el suelo para no caerse. No era nadie, era un pringao. Sólo le hubiera salvado el carnet de inspector que no tenía. Comenzó a temblar.

No sé cuántas veces había hecho aquello, pero se le había acabado meter miedo a la gente. Luego, cuando le puse el brazo sobre los hombros y le pedí amablemente que me acompañara, cuando le obligué a pagarle un vino a Jonás con un billete de cincuenta y dejar el cambio para el bote, cuando lo conduje desde allí hasta la trasera del garaje de Fausto, cuando le ofrecí un cigarrillo y le di la oportunidad de explicarse, el muy idiota me dijo que se sentía solo. Fíjate tú que novedad, le dije, como todo dios, y eso que yo no era su siquiatra, gratis, y el tipo raro tuvo el coraje de confesarme que llevaba años haciéndolo, que escogía los trajes para su actuación, que tenía  las frases de su papel de inspector memorizadas. Le pregunté si humillar a la gente se la ponía dura, ésa es mi frase favorita, le dije, y le arreé un sopapo para que la recordara. No era buen actor: me pidió que no lo hiciera, me rogó que no siguiera, me suplicó, por favor, que lo dejara… y no me convenció. 
 
                                                       de La cosecha, pag. 53
 

viernes, 12 de septiembre de 2014

CAMISA DE PLÁTANOS en Photowriting de Paula Arbide


 
    Como apoyada sobre la nada luminosa, ella espera al sol, distraída. Estrena sandalias y blusa a juego. Guarda en su bolso un pequeño regalo, algo insignificante que plantará como un germen en su sonrisa. Pero él no llegará. Y ella todavía no lo sabe.

     Dos mujeres han visto florecer su amor desde primavera, sentadas tras el visillo; siempre puntual a la cita de las cuatro, después de que ellas han fregado y recogido los platos y se sientan a sestear delante de un oporto, costumbre de su padre, que estuvo en ultramar. Rosario tiene setenta y ocho años y su hermana Marta ochenta. Ella lo vio en las noticias, reconoció la camisa blanca con estampado de plátanos violetas del muchacho y llamó a Rosario, que trasteaba en el fregadero, y las dos se llevaron las manos a la boca. Las dos desearon que hubiera otra camisa igual, otro pelo rubio pajizo, otros pantalones vaqueros tan ajustados. Marta ha llorado, Rosario también, un poco más tarde, cuando ha llegado la muchacha moviéndose como si no supiera nada.

     Los tres cuartos de hora que lleva esperando han sido la confirmación. Nadie se lo ha dicho, seguro. Alguien vendrá a decírselo, confían. Quizá se marche, desean. Por nada del mundo se lo diremos nosotras, deciden. Que sea feliz imaginando lo que le dirá por llegar tan tarde.

 

miércoles, 10 de septiembre de 2014

MÁS FLORES PARA EL GORILA-La cosecha


La luna del escaparate estaba demasiado limpia. Me pareció muy raro y saqué la cartera del bolsillo trasero del buzo para confirmar que la dirección era la correcta. Como la cartera estaba sujeta con una goma, tuve que dejar el balde en el suelo y apoyar la escalera contra la pared. Retiré la goma, la dejé de pulsera en la muñeca, pasé varias facturas domésticas, y encontré la lista de las tareas escrita a mano por mi jefe. La calle coincidía, también el número y el nombre de la tienda, de modo que recogí los bártulos, me limpié los zapatos en el felpudo de la entrada y empujé la puerta con el hombro. Sonaron unos cascabeles electrónicos. Desde el fondo del establecimiento, vino a mi encuentro una mujer de aspecto elegante.

            —Buenos días —dijo, mirándome de arriba abajo.

            —Limpiacristales —me limité a decir.

—Puede empezar cuando quiera  —y me dio la espalda con soberbia.

            —Perdone, señora, pero creo que los cristales están limpios.

            La mujer me miró por encima del hombro, y frunció los labios, molesta. Tardó unos instantes en girarse. Me dio mala espina.

            —Ya sé que están limpios. ¿Es usted nuevo en la empresa?

            —Sí, señora.

            —Pues sepa que estos cristales se limpian todos los martes. Y hoy es martes.

            —Sí, pero...

            —Durante el fin de semana estuvimos de obras —me explicó, elevando la voz — y por eso ayer, lunes, antes de abrir, limpiamos nosotros mismos los cristales. Tenemos un contrato con su empresa para que limpien hoy, martes, y hubiera sido muy engorroso avisarles por teléfono, que no hubiera venido nadie, y recibir este mes una factura diferente a la habitual, lo cual me hubiera dado algunos quebraderos de cabeza a la hora de hacer mis cuentas. No merece la pena, por tan poca cosa…

            —¿Entonces, limpio?

            —Por supuesto. Está pagado.

            La mujer se fue. Me puse en los pies dos bolsas de plástico nuevas para entrar en el escaparate y lo limpié a conciencia. Después salí a la calle.  Normalmente tardaba veinte minutos en limpiar una luna de ese tamaño, y ése fue el tiempo que invertí. Sólo llevaba cinco días de limpiacristales y lo que más me agradaba del trabajo era su simplicidad. No tenía que pensar en nada, sólo limitarme a pasar la esponja enjabonada y después la escobilla de goma. Lo demás era cosa del jefe.

Cuando acabé de limpiar, entré de nuevo en la tienda, le dije adiós al aire y me marché. Al día siguiente, a primera hora, el jefe me dijo que estaba despedido.

            —He recibido una queja de una clienta. Por lo visto, le obligaste a dar demasiadas explicaciones. Lo siento, Fernando, es una clienta de años y no puedo permitirme perderla...

            —Pues que haga otro compañero el trabajo…

            —¿Y andar todos los días borrando de tu lista esa tienda? ¿Y qué pasa si un día me olvido y te mando allí? Es una norma de la empresa, a la menor queja: despido.

            La empresa era él, así que no repliqué. Cobré los cinco días de trabajo y me marché de la oficina. Estaba demasiado perplejo para rebelarme. Era el primer trabajo que perdía ese mes, y me había costado quince días de cola del paro que me lo dieran. Tuve que resignarme.

            Dos días más tarde, me encontraba en esa misma calle mirando el escaparate de una tienda de electrodomésticos. Estaba completamente colgado viendo en una enorme pantalla de plasma a una gorila llamada Koko que hablaba por señas, como los sordomudos, y cuya dirección personal en la red aparecía a pie de imagen. El hermano adoptivo de la gorila, un joven gorila macho llamado Michael, exponía sus cuadros en una galería de Nueva York. El más admirado por el numeroso público se titulaba: Más flores para el gorila, y el título se lo había puesto él mismo. Koko y Michael se comunicaban, no solo eran inteligentes, podían demostrarlo. Sentí una envidia feroz hacia aquellos gorilas. Ellos tenían trabajo, tenían una asociación que los protegía.

Cuando estaba a punto de terminar el documental, escuché la sirena de un coche de policía. A continuación, el coche entró en la calle peatonal y se detuvo a mi altura. Dos policías me pidieron la documentación y me pusieron de cara a la pared. No comprendía nada. Más tarde, en la comisaría, mientras me fichaban, asombrados de que no estuviera ya fichado, me dijeron que la mujer de la tienda, al verme por los alrededores, había deducido, lógicamente, según ellos, que estaba tramando algún tipo de represalia contra ella. Dijera lo que dijera, la denuncia estaba presentada y era su obligación detenerme. Como lo acepté de mala gana, me aconsejaron, por mi bien, que no me resistiera a la autoridad.
                                                        de La cosecha, pag. 41

jueves, 4 de septiembre de 2014

EL FONTANERO JOVEN-La cosecha


El Fontanero Joven, que se pone por su cuenta y abre negocio con nombre y apellidos, se encuentra con demasiada frecuencia expuesto a situaciones de peligrosa sementalidad. Por culpa de la pornografía ordinaria, los profesionales del digno oficio del soplete somos carne de cañón en el imaginario femenino, y son muchas las mujeres que pierden la cabeza ante un muchacho sudoroso y musculado, curtido al fuego y al estaño. Hay que tener cuidado dónde se dejan los genes o el objetivo de tener una fontanería propia y rentable se vendrá abajo mucho antes de hacer la primera declaración de la renta.

El  Fontanero Joven debe estar casado. O comprometido. O al menos tener una novia cuyo nombre mencionar cada dos frases. La soltería es para el fontanero como estopa bajo la llama, pasas de la chispa al incendio sin darte cuenta, por eso el teléfono del negocio debe atenderlo una chica que parezca tu propietaria, la que se acuesta contigo, y si al coger el pedido deja caer que está embarazada mejor. Nada de madres o hermanas al aparato, nada de “andará por ahí con los amigos”, nada de “seguro que está en la otra lonja”, nada de dar pistas económicas o sentimentales al otro lado. Porque el otro lado existe, y es oscuro. Veamos un ejemplo ilustrativo:

Arturo N.S. recibió una llamada inquietante que provenía del campo, más allá de la frontera de la vaca,  en el interior profundo. La voz era femenina, dulce, de sirena destornillador. Con cuatro risitas tontas le desmontó la cabeza, le sacó que era soltero y con negocio recién abierto, luego lo engatusó diciendo que la obra era sencilla pero “casi seguro que termina siendo el cuarto de baño entero”, y lo remató con un suspiro y un silencio de mujer al borde del naufragio total. Por inexperiencia y juventud, Arturo aceptó. Al llegar al pueblo, después de una hora  larga de carretera, se encontró con una pancarta que todavía chorreaba pintura y sentenciaba: Arturo y Sonia se casan HOY. Cuando llegó a la dirección indicada, lo recibió una tal Sonia, en bata de casa pero con el pelo de ceremonia, y le mandó enérgicamente que arreglara la cisterna, y minutos después se presentó ante él con traje de novia, enfadada, diciendo: Me da igual que dé mala suerte, pero dime que estoy guapa… Arturo debió huir de inmediato, pero, por educación, asintió con la cabeza y miró tímidamente al suelo. Cuando quiso darse cuenta ya tenía a la campesina encima mostrándole sus intimidades, mordiéndole la oreja y diciéndole cosas extenuantes. Lo siguiente que recuerda fue a los parientes de la chica cruzando por delante del cuarto de baño, con sonrisa lujuriosa ellos y ellas tapándose la boca con la mano, simulando vergüenza. Agustín consiguió a duras penas librarse de la fiera libidinosa pero cayó en las garras de sus familiares. Durante varias horas, lo llevaron por sus casas enseñándole toda la fontanería que sería suya si se quedaba en el pueblo. En el Ayuntamiento, que gestionaban unos primos de la novia, le prometieron la acometida de aguas y el nuevo saneamiento general. Esa gente es tan falsa que miente hasta cuando respira, y a base de artimañas lograron que firmara los papeles matrimoniales, que aceptara a Sonia por esposa, y ya lo arrastraban al lecho marital para la consumación irreversible cuando tuvo la inspiración de declararse católico y pedir un sacerdote para santificar el acto. Tuvo suerte. Se escondió en el váter, logró descolgarse por un canalón de zinc, se subió a la furgoneta y salvó el pellejo.

El caso de Arturo N.S., fontanero colegiado con negocio floreciente, debe servir de ejemplo y advertencia. Hay comunidades que matarían por tener un fontanero, y, si es joven, la inteligencia de su ADN  será codiciada por los campesinos necesitados de renovación sanguínea. Por supuesto, claro, si es listo puede que llegue a ser alcalde, o hacerse rico, pero quién quiere ser rico en el fin del mundo, quién quiere ser rico en una cárcel donde los barrotes son tus vecinos.

El Fontanero Joven debe recordar también que vivimos una época incierta y desconcertante. Hoy en día hay más químicos que laboratorios, más filósofos que pensamiento, pero nadie quiere enredar en la mierda, desatascar retretes, soldar tubos  cabeza abajo en el invierno helador; hacerse cargo, en fin, de las infraestructuras de la vida. Nuestro tiempo se acerca, el Gremio florece, dentro de poco tendremos licenciados y doctores en fontanería, y algún día, por qué no, un presidente fontanero. Hay que tener perspectiva, somos la élite social. El futuro nos pertenece por derecho. Menos sexo y más dignidad laboral.

                                                                       de La cosecha, pag. 85

lunes, 1 de septiembre de 2014

VAYA, VAYA, CON EL CABALLO BAYO QUE SALTÓ LA VALLA DEL VALLE-La cosecha


Antropología cultural. EJERCICIO Nº 132. Escena campesina local. Fotografía de Marcos González Conde. Finales del siglo XX.
 

COMENTARIO DEL ALUMNO: En una calle de pueblo, hay un grupo de personas enfrentadas. Dos familias numerosas. Podemos ver en ambos lados hijos e hijas, físicamente parecidos, y otros individuos dispares, cuñados y cuñadas, y también un sujeto de aspecto viperino y bilioso, sin duda algún vecino que mete cizaña. En mitad de la calle hay un tubo de uralita, y, en el muro divisorio de las dos propiedades, un agujero de considerables dimensiones practicado con un martillo neumático eléctrico, ahora tirado en el suelo. Atardece. El elevado número de personas implicadas en la escena, y sus vestimentas informales, indican una afluencia constante de gente, luego el enfrentamiento familiar puede que dure desde primeras horas de la mañana. Diálogo Inicial: Dónde vas con ese tubo/ al mismo sitio que voy con el martillo/ cuidado que este muro es medianero/ no es medianero/ sí es medianero/ tú a mí no me jodes/ aquí el que jode eres tú/ me cago en tu madre/ en la tuya que te parió/ voy a ir a por la escopeta/ todos los homosexuales tenéis escopeta.// En una de las familias predominan los hombres y en la otra las mujeres, pero éstas llevan niños en los brazos, compensando así la fuerza física del otro lado con estrategias biológicas. Hay un pájaro comiendo migas junto a ellas, han almorzado de pie, los niños piden ya la merienda y están inquietos, pero las expresiones de las caras de ellas indican obstinación. Son irreductibles. Y el problema ya no tiene solución. El veneno subterráneo de veinte años de cordial vecindad ha salido a flote y nadie ha intentado impedirlo. En el fondo lo deseaban. Pero están haciendo mal. Y lo saben. Después de esto dejarán de hablarse, salvo para insultarse, y el enfado durará varias décadas. Siguen la máxima campesina: Si no tienes un enemigo parece que nadie te quiere. En la escena también hay dos perros de la misma camada, uno de cada casa, juegan con una piedra cerca del tubo de uralita, indiferentes a su futuro próximo. Probablemente, la hija pequeña de un bando llamará al suyo, y el hijo menor del otro bando al suyo también, y les enseñarán a odiarse, y esos perros serán a partir de ahora como demonios el uno para el otro: el símbolo del enfrentamiento familiar.  La escena, en su conjunto, me recuerda a la número 34, Broncas de vecinos, Museo Central, aunque ésta me parece en substancia mucho más violenta.
 

RESPUESTA DEL PROFESOR: Soy generoso si le digo que su ejercicio es deficiente. No ha dado usted ni una.  De entrada, no se ha fijado en la fecha de la foto, finales del siglo XX.  Lo que vemos no es en absoluto una bronca de vecinos. Ningún parecido con la foto número 34, del año 1942, poco después de la Guerra Civil, en la que sí se observa una violencia incipiente y contenida. Aquí, sin embargo, asistimos a una escena doméstica. Una obra de pequeña envergadura. Y las familias están reunidas por simple curiosidad. Observará usted que tres de las mujeres hablan por teléfono móvil, modelo sin botonadura, táctil, sin duda con conexión a internet y, por consiguiente, con la posibilidad de comparar la realidad con el plano del registro de la propiedad. ¿Qué sentido tiene entonces un enfrentamiento? Ninguno. Por otra parte, su Dialogo Inicial es ofensivo y bochornoso, carece de sentido, pertenece a otra época. Un campesino local de finales del XX jamás usaría esas expresiones. Todos los ¿homosexuales? tienen escopeta, es ridículo, patético, revise Insultos y amenazas de Cobo-Villasante y comprenderá lo que le digo. Por cierto, los dos perros son macho y hembra, y ni aun en el supuesto de que hubiera un enfrentamiento podrían sus dueños impedir el acoplamiento. O sea, nada de odio, ni de incitación al odio. Y, por favor, no se le ocurra mencionar que alguien utilizaría a sus hijos como defensa ¿biológica? Nadie lo haría en estas tierras, hermosas y dignas. Ni tampoco hay, desde hace décadas, vecinos viperinos. Son una figura desechada, ya no existen. Aquí no. Sería triste recordarle que esta Facultad colabora con la campaña de lavado de imagen de la Comunidad, tan dañada por las mentiras de los que nos desconocen y aun así nos quieren mal. Nunca ha sido usted muy colaborador en este sentido. Su obstinado objetivismo le perjudica. Confunde deliberadamente Realidad Cruda con Realidad Necesaria, algo imperdonable en un próximo licenciado. Dudo mucho que con su actitud logre algún día financiación autonómica para sus proyectos. Me ha decepcionado. Mal. Muy mal. Repita el ejercicio, y procure mirar como es debido.

                                                                                

                                                                                  de La cosecha, pag.79