martes, 21 de octubre de 2014

UN EXCESO DE CASUALIDAD


            El cartel de la entrada anunciaba: Concurso Regional de Air Guitar. Debajo, surgiendo de una explosión de luces y flases, la imagen de un adulto entrado en carnes, con unos pantalones ajustados tipo leopardo, puesto de rodillas, tocando un punteo con una guitarra inexistente en las manos. El evento se celebraba allí mismo, en el salón central, esa misma tarde a las siete. Gregorio miró a su maleta, era una buena maleta; luego echó una ojeada que pretendía ser indiferente hacia el hall del hotel y tiró de ella con energía, como obligándola a seguirle.

            Mientras se dirigía a recepción, Gregorio se sintió aliviado al encontrarse con un cartel como el anterior, pero ahora cruzado con una banda naranja que decía: Aplazado. Había otro cartel, al fondo, también Aplazado, delante de una doble puerta entreabierta que permitía adivinar un salón lleno de gente. Como no había nadie en recepción, se dirigió hacia allí. A medio camino, pudo oír el sonido atronador de la tele y una voz de mujer, demasiado enfática, que hablaba de crisis, fraude y prevaricación. Al llegar a la entrada escuchó la sintonía que daba paso al bloque de noticias locales. En el interior, una voz de hombre pidió silencio. Gregorio entró en el salón cuando todas las cabezas se giraban hacia el televisor. Hubo un revuelo de mantas grises. La tele mencionó la expresión incendio pavoroso, y la voz que antes pedía silencio lo pidió de nuevo, esta vez por favor. Gregorio miró hacia la pantalla y vio un bloque de pisos muy viejos echando humo bajo el agua de las mangueras. Se escucharon varios gemidos en el salón. Alguien pidió que subieran el volumen. El televisor era enorme, panorámico, con ruedas, y lo habían colocado encima de la tarima, en medio de los altavoces destinados al concurso de guitarristas sin guitarra. Las víctimas del incendio y sus familiares se agruparon frente a él. Gregorio hizo rodar la maleta hacia un lateral y caminó pegado a la pared, procurando no hacer ruido.

            En la tele, la imagen de la casa consumida por el fuego desapareció y en su lugar apareció la misma casa dos horas antes, cuando sólo estaba parcialmente cubierta por las llamas. La voz en off especulaba. Una anciana de las primeras filas dio gracias a dios por seguir viva y algunas personas que la rodeaban comenzaron a murmurar. Se armó una pequeña trifulca entre los familiares y quedó en el aire un: Ha sido Amelia. Gregorio se situó en el fondo del salón, dejó la maleta contra la pared, sacó las gafas del bolsillo interior de la chaqueta y se las puso. La aparente desidia de su mirada dejó paso a una mirada inquisitiva, profesional. Buscó entre las cabezas la de la anciana presuntamente culpable. En la tele, apareció de nuevo la casa consumida, los escombros, la ambulancia con el fallecido… y de nuevo los lamentos en el salón. Una reportera envuelta en humo señaló  con la palma de la mano las ruinas y comenzó a decir cosas: espectáculo dantesco, recuerdos calcinados, desgracias personales, y lo remató diciendo que sin duda el ayuntamiento, la compañía del gas, la eléctrica, todos los implicados deberían demostrar que hicieron las revisiones oportunas y ofrecer al público una explicación tranquilizadora ante semejante exceso de casualidad. El salón se quedó cortado. Gregorio tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír.

            El telediario pasó a otra noticia. Algunas personas sentadas se pusieron en pie y de inmediato se formaron corros que hablaban una jerga mezcla de indignación y perplejidad. No hay derecho. El pasante de Gregorio salió de entre la gente buscándole con la mirada. Los ojos de ambos se cruzaron. Gregorio se encaminó hacia la salida y su ayudante le siguió. No se dirigieron la palabra hasta tomar asiento en un reservado de sillones, frente a recepción.

            —Entonces, ¿piensan denunciar a la vieja?

            —Fijo, casi todos. Pero no tienen nada que hacer, ni los del muerto. Parece que la tal Amelia lo esperaba, ganará ella. De todas formas, habrá otras demandas, muchas, por eso te llamé.

            El pasante le entregó un bloc de notas. Gregorio lo revisó, asintiendo, luego miró el reloj y le envió al despacho de abogados a consultar unos datos. Quedaron en llamarse por teléfono a lo largo de la noche. Como el recepcionista estaba ya en su puesto, se dirigió con la maleta hacia él. Mientras rellenaba la ficha, no perdió de vista el salón. La gente salía en grupos, discutiendo; continuaban los nervios y los enfrentamientos. Observó que las víctimas conservaban aún sus mantas grises. El miedo no les dejaría dormir, la noche sería larga, había que hablar de dinero. Gregorio firmó en la ficha y se la entregó a recepcionista, que comenzó a teclear en el ordenador. Luego cogió de una bandeja un cuadernillo publicitario. En la cubierta, sobre un fondo amarillo chillón, el reclamo en negro decía: La perspectiva no es una ciencia, es una esperanza. No quiso saber qué vendían, no quiso ni abrirlo, y lo dejó en su lugar.

                                                   de La cosecha, pag. 119

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