viernes, 3 de octubre de 2014

UNA BARCA PARA BENI-La cosecha


       La espuma de la cerveza negra dejó al fin de burbujear y adquirió un aspecto de poliuretano seco. Marina la tocó con el dedo. La huella permaneció un instante y comenzó a ser tragada por la crema. Beni alargó las dos manos y cogió la pinta con ansiedad. Metió sus labios en el líquido, sorbió más que beber, y sus ojos de gacela asustada otearon por encima del borde del vaso. Marina vigilaba la entrada del pub, yo controlaba al camarero. Cuando Beni llegó a la mitad del vaso, lo dejó frente a mí y bebió de su refresco de naranja para quitarse de los labios el bigote de espuma. Me relajé un poco. Miré hacia la ventana. La barca ya estaba saliendo del Puerto Nuevo y se dirigía hacia nosotros. Pensé en el fracaso. No en ése, en Todo el fracaso.

            Esperamos los tres en el embarcadero, alejados de la gente, como siempre. A Beni le había pegado la cerveza y le temblaba una pierna. Miraba el agua tranquila con la intensidad de quien busca algo. A nuestros pies, los mubles relucientes comían plástico entre las rocas del fondo. La llegada de la barca agitó la ensenada, Beni enseñó los dientes. Marina negó con la cabeza y se cruzó de brazos, enfadada. Una vez más nos quedaríamos allí, estáticos, viendo cómo bajaban y luego subían uno a uno los pasajeros, cómo llegaba algún rezagado y saltaba a la proa mientras soltaban amarras, cómo se alejaba la barca hacia la desembocadura del Tejo, cómo se agitaba al entrar en la corriente que se dirigía a la bahía  y cómo, inevitablemente, al tocar la bocina, Beni levantaría una mano y la agitaría con pena diciendo Adiós.  Entonces Marina lo abrazaría, yo apretaría los dientes y los puños, y regresaríamos a casa silenciosos por el camino más corto posible. Beni tenía susto por culpa de la soledad. A los catorce años, la vida ya lo tenía acorralado. Para que no se volviera un vegetal frente al ordenador, teníamos que arrastrarlo a la calle y mamarlo a cerveza negra. Su medicina, su Valor, como decía él, cuando decía algo.

            —¡Venga, vamos! –gritó Beni de pronto, y se puso en pie. Marina y yo nos miramos sorprendidos, ¡por fin!, y cuando echó a correr le seguimos a trompicones.

Bajamos corriendo a la rampa de embarque. La cola de pasajeros estaba llegando al final. Saltamos a la barca los tres. Beni sonreía. Nosotros nos metimos dentro, en la cabina acristalada,  y Beni se sentó en el banco de proa, cerca de un grupo de chicos y chicas de su edad, y algunos un poco mayores. Marina y yo nos cogimos de la mano, estábamos muy nerviosos, ilusionados.

Aquellos chicos tenían una pinta delictiva. En una bolsa profunda y trasparente llevaban cervezas, vino y una botella de sirope rojo. No disimulaban muy bien sus maniobras alcohólicas: miraban a los lados, miraban al suelo… Las chicas vestían desastroso, como embutidas en dos tallas menos, con medio culo al aire y ademanes de futuras prostitutas. Ellos, deslenguados, todo taco y ninguna sintaxis, tenían ademanes de aspirantes a camellos, se golpeaban pecho contra pecho y se desafiaban lanzándose miradas sicópatas. Eran tan tiernos como un cuchillo recién afilado. Beni se acercó a ellos, tambaleando, Cago en la hostia, dijo, se agarró los huevos como Michael Jackson y provocó una carcajada. Luego cogió de la bolsa una cerveza, la abrió y se la bebió de un trago vikingo, desbordando por la boca y manchándose la camiseta. El grupo lo celebró con un rugido. La gente de la cabina miró hacia ellos. Marina y yo sonreíamos encantados. Una mujer hizo un comentario, juventud, vergüenza, degeneración, y nos miró a nosotros. Soltamos una carcajada a dúo, y ella se cambió de asiento.

            Tal y como habíamos acordado, Marina y yo nos bajamos en el Puerto Nuevo. Beni se quedó con sus amigos y apenas se despidió de nosotros con una mirada desdeñosa. Reconozco que tuve un momento de debilidad, cuando pasé junto a él para desembarcar y casi le meto en el bolsillo tra-sero del pantalón un billete de cincuenta euros. Marina me sujetó la mano y tiró de mí. No le iba a destrozar a su hijo la ceremonia de madurez.  Dentro de media hora la barca atracaría en la ciudad y comenzaba su iniciación. El cerebro de Beni tenía que encontrar recursos, espabilar, manipular, hacerse con el control de las personas hasta lograr sus objetivos. No llevaba móvil, ni dinero, sólo elocuencia. Debería apañárselas como fuera para regresar a casa. Demostrar independencia. Entonces podría negociar con nosotros su futuro. Dar sentido a la inversión.
                                                        
                                                                     de La cosecha, pag. 95

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