Fuimos nosotros.
El Comando Quijote. Nuestro nombre
en clave era Zulú-Garrote-Zulú.
El jefe militar era Carlos, el del
Cerro, que siempre hablaba de matar a todo el mundo porque su padre era un borracho
y le golpeaba con sus aspas igual que los molinos. Por eso le dimos el cargo, y
también porque sabía decir con propiedad
la palabra logística, a pesar de tener tan sólo once años. Por supuesto,
podía sacar de su casa una escopeta, pero no queríamos, aunque aceptamos dos
cartuchos de posta, lo que era para nosotros todo un arsenal. El jefe de visión
nocturna era en realidad jefa de visión nocturna, o sea Marina, que podía
conseguir el visor de cazar de su tío, pero dijo bien clarito que si no le
llamábamos Jefa no lo traía. Como ya tenía doce años, y un poco de tetas, nos
pareció bien. Manolo, el de la ferretería, se encargaba de los impermeables
desechables, Jefe de la intemperie, insistió, y como era el más pequeño le
dejamos. Y un servidor, veraneante de ciudad, que hasta la fecha había escrito
once poemas y leído seis libros, jefe mayor de inteligencia. Tenía trece años,
unas tenazas de cortar hierro y un plan: los bárbaros de la meseta querían
llenar el pueblo de molinos y nosotros les llenaríamos de azúcar los depósitos
de sus excavadoras.
Aquella noche de octubre, era luna nueva, nos encontramos los cuatro en
la trasera de la ferretería de Manolo a la hora señalada. En completo silencio
nos pusimos los impermeables desechables, para poder arrastrarnos por el suelo
sin manchar la ropa. Marina tomó la delantera, siguiendo el plano que había
preparado Carlos después de recorrer el camino varias veces el día anterior. Aunque
era nuestro pueblo, no queríamos sorpresas ni alambradas imprevistas. Caminamos
deprisa, sin hablar, más juntos que separados, siguiendo el pilotillo rojo del
visor nocturno de Marina. Cruzamos el Tejo eludiendo el paseo, sólo eran las
ocho de la tarde, había turistas, y al llegar a la carretera general tuvimos
que esperar casi cinco minutos hasta que no pasó ningún coche. Luego, bajamos
patinando por la barranca del Loro, con unas planchas de cartón duro que había
dejado Carlos escondidas en un zarzal, y por fin alcanzamos la lengua de tierra
removida donde comenzaba la pista gigantesca que usarían para meternos los
molinos en el pueblo. Todo iba como la seda.
Sin embargo, cuando subimos a la pista donde debían estar las excavadoras
la encontramos completamente vacía. Caminamos por allí, desconcertados, con Marina
cambiándonos de nombre y llamándonos Comando Gilipollas, hasta que encontramos
detrás de un pedrusco enorme una única excavadora. Era muy pequeña, y con la
pala hundida en el suelo parecía todavía menor. Un juguete. Carlos nos juró que
esa mañana había allí todo tipo de máquinas y dos buldócer del tamaño de un
dinosaurio. Le miramos con rabia, desalentados. Pero de todas formas decidimos
seguir adelante. Preparé la cizalla para
cortar el candado del depósito y Marina se adelantó hasta la máquina. Regresó
poco después. No estaba muy segura, pero creía que la excavadora era la de
Jacinto, el de las Casas Nuevas. Manolo fue a ver, y confirmó que lo era. A
nosotros el tal Jacinto nos parecía un cabrón, pero le debía mucho dinero al
padre de Marina y también debía bastante en la ferretería de Manolo. Si le
fastidiábamos la herramienta de trabajo, tardaría más en pagar. No era lo mismo
una excavadora de una empresa, que no pertenecía a nadie, que una de las
“nuestras”. Había un vínculo.
Pasó un cuarto de hora y seguíamos allí, indecisos. Pasó otro rato.
Estábamos cogiendo frío. Como yo era el jefe de inteligencia, tuve que abortar
la misión. Eso sí, decidimos que había que dejar huella, y Manolo colocó junto
al tapón del depósito el kilo de azúcar que había traído de su casa. Antes de
marcharnos, Carlos quiso celebrar la gesta y explotó un cartucho entre dos
piedras. El sonido fue tremendo, hizo un gran eco, tuvimos que echar a correr
en desorden y, cuando cruzábamos de nuevo la carretera general, ya llegaban
coches del pueblo en dirección a la obra. Al día siguiente, en su primera
edición, el Diario calificó el suceso como un “extraño y amenazante boicot”, un
mal precedente, y la empresa concesionaria dijo que reforzaría las medidas de
seguridad.
Ya sé que todo el pueblo pensó que
habían sido Julio y los Independientes, porque tenían un grupo de rock duro y
un concejal en el ayuntamiento, y como eran de izquierdas se les echaba la
culpa hasta del mal tiempo. Tampoco ayudó que no se molestaran en desmentirlo y
que hicieran una canción titulada: El kilo de azúcar, convirtiendo nuestro
fracaso en algo simbólico. Afortunadamente, los aerogeneradores no invadieron
nuestro pueblo. Han pasado ya treinta años, y por eso lo he contado. Entonces
no lo hice porque era una misión secreta.
de La cosecha, pag. 31
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