miércoles, 12 de noviembre de 2014

EL KILO DE AZÚCAR-La cosecha

 
        Fuimos nosotros.

      El Comando Quijote. Nuestro nombre en clave era Zulú-Garrote-Zulú.

            El jefe militar era Carlos, el del Cerro, que siempre hablaba de matar a todo el mundo porque su padre era un borracho y le golpeaba con sus aspas igual que los molinos. Por eso le dimos el cargo, y también porque sabía decir con propiedad  la palabra logística, a pesar de tener tan sólo once años. Por supuesto, podía sacar de su casa una escopeta, pero no queríamos, aunque aceptamos dos cartuchos de posta, lo que era para nosotros todo un arsenal. El jefe de visión nocturna era en realidad jefa de visión nocturna, o sea Marina, que podía conseguir el visor de cazar de su tío, pero dijo bien clarito que si no le llamábamos Jefa no lo traía. Como ya tenía doce años, y un poco de tetas, nos pareció bien. Manolo, el de la ferretería, se encargaba de los impermeables desechables, Jefe de la intemperie, insistió, y como era el más pequeño le dejamos. Y un servidor, veraneante de ciudad, que hasta la fecha había escrito once poemas y leído seis libros, jefe mayor de inteligencia. Tenía trece años, unas tenazas de cortar hierro y un plan: los bárbaros de la meseta querían llenar el pueblo de molinos y nosotros les llenaríamos de azúcar los depósitos de sus excavadoras.

Aquella noche de octubre, era luna nueva, nos encontramos los cuatro en la trasera de la ferretería de Manolo a la hora señalada. En completo silencio nos pusimos los impermeables desechables, para poder arrastrarnos por el suelo sin manchar la ropa. Marina tomó la delantera, siguiendo el plano que había preparado Carlos después de recorrer el camino varias veces el día anterior. Aunque era nuestro pueblo, no queríamos sorpresas ni alambradas imprevistas. Caminamos deprisa, sin hablar, más juntos que separados, siguiendo el pilotillo rojo del visor nocturno de Marina. Cruzamos el Tejo eludiendo el paseo, sólo eran las ocho de la tarde, había turistas, y al llegar a la carretera general tuvimos que esperar casi cinco minutos hasta que no pasó ningún coche. Luego, bajamos patinando por la barranca del Loro, con unas planchas de cartón duro que había dejado Carlos escondidas en un zarzal, y por fin alcanzamos la lengua de tierra removida donde comenzaba la pista gigantesca que usarían para meternos los molinos en el pueblo. Todo iba como la seda.

Sin embargo, cuando subimos a la pista donde debían estar las excavadoras la encontramos completamente vacía. Caminamos por allí, desconcertados, con Marina cambiándonos de nombre y llamándonos Comando Gilipollas, hasta que encontramos detrás de un pedrusco enorme una única excavadora. Era muy pequeña, y con la pala hundida en el suelo parecía todavía menor. Un juguete. Carlos nos juró que esa mañana había allí todo tipo de máquinas y dos buldócer del tamaño de un dinosaurio. Le miramos con rabia, desalentados. Pero de todas formas decidimos seguir adelante. Preparé la cizalla  para cortar el candado del depósito y Marina se adelantó hasta la máquina. Regresó poco después. No estaba muy segura, pero creía que la excavadora era la de Jacinto, el de las Casas Nuevas. Manolo fue a ver, y confirmó que lo era. A nosotros el tal Jacinto nos parecía un cabrón, pero le debía mucho dinero al padre de Marina y también debía bastante en la ferretería de Manolo. Si le fastidiábamos la herramienta de trabajo, tardaría más en pagar. No era lo mismo una excavadora de una empresa, que no pertenecía a nadie, que una de las “nuestras”. Había un vínculo.

Pasó un cuarto de hora y seguíamos allí, indecisos. Pasó otro rato. Estábamos cogiendo frío. Como yo era el jefe de inteligencia, tuve que abortar la misión. Eso sí, decidimos que había que dejar huella, y Manolo colocó junto al tapón del depósito el kilo de azúcar que había traído de su casa. Antes de marcharnos, Carlos quiso celebrar la gesta y explotó un cartucho entre dos piedras. El sonido fue tremendo, hizo un gran eco, tuvimos que echar a correr en desorden y, cuando cruzábamos de nuevo la carretera general, ya llegaban coches del pueblo en dirección a la obra. Al día siguiente, en su primera edición, el Diario calificó el suceso como un “extraño y amenazante boicot”, un mal precedente, y la empresa concesionaria dijo que reforzaría las medidas de seguridad.

 Ya sé que todo el pueblo pensó que habían sido Julio y los Independientes, porque tenían un grupo de rock duro y un concejal en el ayuntamiento, y como eran de izquierdas se les echaba la culpa hasta del mal tiempo. Tampoco ayudó que no se molestaran en desmentirlo y que hicieran una canción titulada: El kilo de azúcar, convirtiendo nuestro fracaso en algo simbólico. Afortunadamente, los aerogeneradores no invadieron nuestro pueblo. Han pasado ya treinta años, y por eso lo he contado. Entonces no lo hice porque era una misión secreta.

           
                                                            de La cosecha, pag. 31
 

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