sábado, 10 de enero de 2015

MÓDULOS PREFABRICADOS en Espacio Luke


  
          —Te voy a explicar la teoría del martillo. Un buen martillo, de los de toda la vida, con mango de madera y pata de cabra, sirve para clavar clavos y para sacarlos. Cuando sacas un clavo, primero lo sujetas entre las uñas de la pata de cabra, después apoyas en la tabla la parte maciza y, por último, haces fuerza en el extremo del mango y arrancas el clavo. Sencillo, verdad, una simple palanca. En teoría debe funcionar siempre. Pero en la práctica sólo funciona si el martillo es nuevo, el clavo pequeño y la madera blanda y delgada. En caso contrario hay muchas posibilidades de romper el mango. Lo cierto es que la mayoría de los mangos se rompen así. Pues bien, para que eso no ocurra, los profesionales sacan los clavos inclinando el martillo hacia un lado y con la mano a media altura en el mango. De esa forma tienen que hacer más fuerza y desprecian en parte las leyes de la palanca, pero salvan el martillo. ¿Lo entiendes? Las teorías sólo son fórmulas. La realidad está llena de martillos con el mango de madera.

             —¿Me estás diciendo que las paredes modulares no funcionan en el mundo real? No fastidies, Gerardo, América está llena de paredes de ese tipo...

            —Cierto, pero ellos tienen una tradición de construir casas de madera, y la madera les llevó a los paneles y los paneles a los módulos prefabricados. Pero hay que tener en cuenta que mientras esto sucedía tuvieron tiempo para crear una mano de obra especializada.

            —O sea, el factor humano, el mango de madera...

            —No, no acabas de entenderlo. El trabajador es la parte dura, el hierro, el hierro que golpea o saca el clavo. El mango de madera, lo que se rompe, es la realidad, este país, aquí, ahora. Si lo piensas bien, tú puedes vender módulos prefabricados y adiestrar gente que los monte, el paro está lleno, te saldría barato, pero lo que no puedes hacer es ir en contra de la tradición. Aquí se construye con piedra, ladrillo, y últimamente con bloque aglomerado... avanzamos a nuestro ritmo, seguimos nuestra propia trayectoria. Si una pared se agrieta, silbamos por la ventana y viene alguien y la repara, o si es preciso la tira y la vuelve a levantar. Y no hace falta que sea la misma persona que hizo la pared, ése puede estar muerto, quizás venga su hijo o su nieto o un albañil asentado en la zona. Eso es la tradición.

             —Una tradición un tanto chapucera que se opone al progreso...

            —¡A su progreso! No confundas su progreso con nuestras necesidades. Nosotros llevamos aquí miles de años, y ellos allí sólo cientos. Un gran territorio todavía a medio poblar, gente llegando de todas partes, el mismo espíritu y la prisa que en la época de los pioneros. Sólo que ahora aquellos pioneros son como los bisontes y los indios, y serán exterminados por la nueva hornada de conquistadores. El mundo latino, el relevo. Se van a quedar hasta sin idioma, que tampoco es suyo, que es prestado.

            —Entonces, resumiendo, según tu experiencia de constructor, no debo invertir en módulos prefabricados.

            —Ni un euro. No, señor. Olvida el tema, deja de imaginarte camiones que traen la casa dividida en galletas y la montan en una semana y tú recoges beneficios. La teoría funciona pero en la práctica... Pregúntate para qué necesitamos correr tanto. En este país las casas aguantan en pie siglos, pasan de una generación a otra, y no nace gente suficiente para que tengamos que hacerles una vivienda en media hora.

            —O sea, me arruinaría mientras los paneles se incorporan a nuestra tradición.

            —Por fin lo entiendes... Ojo, también podrías ganar mucho dinero. Pero yo te aconsejaría que dejaras ese riesgo para otros.

            —Entonces, ¿en qué invierto? Porque cada vez que hablo contigo me destrozas los esquemas...

            —En seguros. Están en alza, y mucho. Piensa que la gente está más acojonada que nunca y según las estadísticas lo que más les aterra es pensar en un futuro sin techo. Es fácil de comprender, mira la rueda, tú mira la rueda. Éramos esclavos, deseábamos la libertad, tuvimos la libertad, nos dieron trabajo, sudamos, llegamos al bienestar social, y ahora que estamos en crisis nos van a cobrar, y muy caro, nuestro miedo a perder los privilegios. Hazme caso, invierte en seguros porque ellos están en vanguardia, minimizan riesgos y capitalizan la incertidumbre, algo que hasta hace cuatro días sólo la religión sabía hacer… Cambiando de tema, ¿tú crees que ese tipo encaja con este sitio?

            —¿Quién, el peludo? Ya me había fijado en él, llama bastante la atención.

            —No me gusta, es desagradable. Incita.

            —Cómo que incita. ¿A qué?

            —Al mal gusto. Parece desaseado, troglodita, agresivo...

            —Por Dios, Gerardo, sólo es una característica física. Ese hombre lo único que tiene es mucho pelo por todo el cuerpo.

            —Apariencia, y ya sabes lo que son las apariencias. Detrás se esconde la brutalidad, la tortilla de patatas grasienta, el mal uso de las instalaciones, y de ahí a pensar en mi hija, sola, desamparada y frágil... No me importaría pagar un plus  y así evitarme la presencia de esa bestia.

            —Genial. Y a partir de mañana que para entrar en el club nos hagan a todos la prueba del ADN. No sea que parezcamos blancos y tengamos el corazón más negro que Machín.

            —Es una posibilidad. Cuestión de buen gusto.

            —¡Buen gusto! El buen gusto es la última dictadura.

            —Entonces... recapitulemos.

            —¡Qué!

            —Cuándo yo he cambiado bruscamente de tema y te he mencionado al hombre peludo, ¿qué es lo primero que has dicho tú?

            —Que te jodan...

            —No seas pardillo, Agustín. Céntrate.

            —¡Qué he dicho, a ver!

             —Que te habías fijado en él. Y yo he utilizado ese detalle para montar un discurso que te ha hecho reaccionar. ¿Lo coges? Esa es otra gran inversión, hacer reaccionar a la gente.

            —O sea, invertir en cinismo. O en odio, directamente.

            —Por ahí va la cosa. El odio es como el oro, siempre se revaloriza, es un valor seguro. Y la mejor cortina de humo para hacer buenos negocios.

 
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