sábado, 28 de febrero de 2015

EN AUSENCIA DE HERNANDO


   Todavía soy joven, pero mi tiempo ya ha pasado. Como todo el mundo, desde que existe el género humano, yo dispuse de una parcela propia que abarcaba el espacio comprendido entre la generación precedente y la posterior. Era consciente de lo limitado que estaba por mis cualidades personales y por ese estrecho margen que se me concedía. Lo viví con intensidad, me rebelé contra lo anterior, soñé con grandes mejoras e hice lo posible por forjar los cimientos de un mundo acorde a lo soñado. Como durante este proceso me vi obligado a analizar en detalle a los que habían intentado algo semejante antes que yo, tampoco me llevé una gran decepción al ir comprobando que la realidad era más poderosa que mis ideales y, al igual mis coetáneos, poco a poco acepté el hecho de que debía pasar el testigo para que los siguientes cargaran con su propio intento.

   Ahora ya hay una, casi dos generaciones detrás de mí. Las opiniones que se escuchan son las suyas. Las historias a las que se les presta atención son las suyas. Y todo lo que yo pienso, el fruto de todas mis reflexiones carece de interés porque hay estudiosos que han desentrañado el significado de  mi tiempo, y han explicado no sólo qué es lo que yo pienso sino cómo, por qué e incluso en qué circunstancias surge cada tipo de pensamiento que me ronda la cabeza. Aunque mis neuronas se esfuercen al límite del derretimiento toda idea nueva que logro crear está pasada, caducada y superada.

   Realizo una actividad rutinaria, como lo son todas cuando se repiten durante años, y gracias al fruto de ese trabajo logro sobrevivir. Pero los años no pasan el balde, cada vez me canso más y necesito más tiempo para recuperar las energías. No me puedo permitir el lujo de consumir frívolamente mis fuerzas, ya que dejaría de rendir en el trabajo, y tal y como va el mundo eso es más propio de estúpidos que de aventureros. En cualquier caso, dedico el tiempo libre a realizar una actividad creativa, artística, algo que completa mi existencia. Dicen que así se puede lograr la trascendencia que rompe la cerca de mi parcela de tiempo. Pero tampoco puedo decir que lo intente con mucho ahínco, a nivel profesional, ya que a mi edad, dada la feroz competencia, lo más que conseguiría sería hacer el ridículo ante personas más preparadas que yo, que comenzaron antes y teniendo las ideas más claras. Hago esculturas de alabastro, pero son muy malas. Me queda, eso sí, el consuelo de mis amigos.

   Nos reunimos a menudo, hablamos, compartimos experiencias y, para no variar, nuestros temas son los propios de la gente de nuestra edad. Nos gustan las buenas lecturas, el buen cine, la buena música, la buena mesa, y el análisis del mundo desde una perspectiva de amabilidad, madurez y suprema tolerancia. Cualquier salida de tono es considerada infantil y poco realista, en el mejor de los casos, en el peor peligrosa para la salud mental, lo cual es de muy mal gusto, y provoca desavenencias, alejamientos y salidas por la tangente. Nuestro círculo es estable y también se renueva aunque, obviamente, toda persona que entra en el círculo lo hace por afinidad, con lo que todo cambia pero sigue igual. Por suerte, la edad nos ha proporcionado un talante mínimamente filosófico, conocemos teorías que sustentan nuestra forma de pensar, y esos justificantes nos permiten caminar con la cabeza alta. O al menos no tan humillada.

   Ahora que Hernando ha muerto, que acabamos de enterrarlo y los amigos estamos esparcidos entre las tumbas fumando un cigarro, el que todavía puede, y aspirando el humo nostálgico los que tuvimos que dejarlo, surge la duda metafísica de adónde ir a tomar algo. Un bar, una tasca, picar cualquier cosa. No despedirnos sin más y dar una vida por concluida con un puñado de tierra, no quedarnos a solas con nuestros vacios respectivos porque, como no creemos en nada, nuestro miedo es puro y sin expiación. Cada cual debe velar por su insignificancia, deprimirse hasta el hueso, pero no hoy. A Hernando le quedaban dos años para la jubilación y estamos afectados. Alguien lo menciona, y uno por uno decimos los años que nos quedan para jubilarnos. Yo soy el más joven, pero tengo la misma pinta de acabado que los demás. Propongo ir a la ciudad, a un japonés, no quiero morirme sin probar el sushi. Todos aceptan. Es absurdo.

 
publicado en Revista Cantárida
 

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