miércoles, 20 de mayo de 2015

PUTAS Y COCAÍNA-Revista Cantárida


 

            Las putas Son-son-Son de lo peor. / La Coca-Coca-ína es perjudicial. /    Si no tienes pro-piedad, /       si no tienes pro-piedad…

            Qué difícil es reproducir una canción por escrito, ¿verdad?  A mí me cuesta un montón, y eso que tengo muy buen oído, siempre me ha gustado cantar. Lo cierto es que recuerdo con mayor nitidez  las escenas de mi vida en las que alguien cantaba, y más si también cantaba yo. Como en aquella excursión de la clase de Moralidad, tendría yo seis años, acababa de dejar preescolar, en el colegio exclusivo Blas Balaguer.

            Recuerdo claramente a la payasa contratada, Chispa, tan alta que casi rozaba el techo del autobús, cantando con voz afinada esa canción: sus gestos explícitos, cómo se manoseaba los pechos escuetos cuando decía Puta, cómo esnifaba el aire a dos manos con una pajita gigante y luego ponía cara de loca acelerada. Y cómo coreábamos nosotros Si no tienes pro-piedad. Si no tienes pro-piedad… Eran malos tiempos, tiempos desesperados, a nuestros padres les preocupaba acabar en la cárcel  y el colegio nos mostraba la cruda realidad para pulir nuestro espíritu empresarial.

            El Circuito del Vicio era obligatorio, figuraba en el programa. Nos acompañaban cuatro monitoras, dos profesoras, y una psicóloga. Al llegar al recinto, la payasa Chispa le pasó el micrófono a la profe de Moralidad, que había cambiado su habitual traje azul oscuro por un  mono ceñido de cuero granate.  Nos habló con voz firme y a la vez misteriosa. Nos dijo que, a pesar de nuestra corta edad, era positivo que tuviéramos conocimiento de los elementos de perdición que podríamos encontrarnos en nuestro camino de personas adineradas, nuestros negocios futuros, tanto para evitarlos como para detectarlos en los demás y tomar cartas en el asunto. Puede que ahora no comprendiéramos bien todo lo que veíamos, pero era imprescindible dejar marcada en nuestra mente la impronta de moralidad que nos hiciera rechazar casi por instinto ciertas bajezas. Como las putas y la cocaína.

            La combinación letal de putas y cocaína había arrasado en la crisis de principios de siglo. Fue una epidemia, y para el tejido empresarial como la polilla. Desde los grandes responsables mundiales de la economía hasta el humilde ferretero de un pueblo, fueron muchos los que acabaron destrozando sus negocios, corrompiéndose, dilapidando el dinero público y privado en putas y cocaína. Hubo miles de detenciones, cayeron fortunas, imperios mediáticos. Daba grima verlos ante el juez  admitiendo cabizbajos que la culpa de todo la tenían, señoría, las Putas y la Cocaína.  Quizás por eso, en aquella época en el Blas Balaguer no había chicas, alumnas, pero el profesorado era  exclusivamente femenino.

            —Antes de que las autoridades admitieran la epidemia —dijo la profe de Moralidad— existían lugares como éste. Miles de metros cuadrados dedicados sólo al vicio. Aquí llegaban cada noche camiones de chicas, chicos, mujeres, hombres bronceados, de todas las razas y colores… hasta animales de compañía adiestrados para el sexo. En la entrada, para poder entrar, te obligaban a esnifar dos rayas de un tamaño estupefaciente y debías dejar insertada una tarjeta de crédito sin límite en una ranura con tu número asignado. Aquí se vivía a tope, se bebía el mejor champán francés, se comía el mejor caviar ruso, se hacían cosas sucias que no figuran ni en los mapas. El servicio médico y de atención al cliente tenía más recursos que muchos hospitales. Nadie moría de ataque al corazón, te bajaban y te subían cuantas veces hiciera falta. Todo el que tenía poder aspiraba a disfrutar, aunque sólo fuera una vez, de este paraíso en la tierra. En realidad era el infierno, como vais a ver a continuación.

            El autobús comenzó a circular a marcha  lenta por el laberinto del Circuito del Vicio. En los cristales, superpuestas a la realidad, se proyectaban escenas abyectas, de sexo y drogadicción. Algunos de mis compañeros ponían cara neutra, otros curiosa, otros desagradable y, los más precoces como yo, expectante e inquieta. La payasa Chispa lo comentaba todo, utilizando las expresiones más guarras que yo había oído en mi vida. Las profesoras, e incluso la psicóloga, se contoneaban por el pasillo, lujuriosas, haciendo que nos tocaban pero sin llegar a hacerlo. El chaval que estaba a mi lado se puso a llorar.  Pasamos junto al  Pabellón de los Degenerados y en las imágenes había chicas de nuestra edad, y un poco mayores, preciosas, desnudas, bailando provocativas para unos tipos salidos con un rastro de cocaína que les bajaban desde la nariz hasta la barbilla. Daban lástima pero, por algún misterio de la naturaleza, cinco chicos y yo tuvimos una erección pronunciada. Con grandes aspavientos, la payasa Chispa nos señaló uno a uno y la profe de Moralidad nos sacó al pasillo, para que todos se rieran de nosotros. No nos dejó cubrirnos, al contrario. Nos obligó a poner las manos detrás la espalda y, con una fusta de cuero rojo, nos bajó la erección a latigazos. ¡Dios, cómo dolía!

            Fueron las dos horas más amargas de mi infancia, pero estoy agradecido por haber recibido esa educación de élite, forjada en el dolor que todo líder debe asumir. A veces, sobre todo al atardecer, cuando veo a los trabajadores de mi empresa subir a los coches que les llevan a sus hogares confortables, cuando vacían al fin el aparcamiento y me quedo solo en mi despacho enorme, que ilumina como un faro de progreso la ciudad, me sirvo un vaso de agua pura de Alaska y tarareo aquella canción: Si no tienes pro-piedad, si no tienes pro-piedad. Entonces tengo una erección dolorosa, pero la contengo, y la subo y la bajo a voluntad, como me enseñaron, porque soy un empresario moderno, preparado, invulnerable.

 

publicado en Revista Cantárida
Foto Paula Arranz

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