lunes, 7 de septiembre de 2015

LA SILLA DE GLENN GOULD en El Mundo-Cantabria

La silla de Glenn Gould


Durante los descansos del concurso de piano de Santander el pensamiento se me iba, alternativamente, hacia el fracaso y los taburetes de los pianistas. El fracaso porque es un tema recurrente en cualquier competición, ya que gana uno y los demás pierden, y la empatía hacia los perdedores arrastra las ideas con facilidad. Los taburetes porque un empleado los cambiaba entre actuación y actuación, sin que yo acertara a saber si era por capricho del intérprete o de la organización, dando preferencia a dos modelos, uno clásico con el asiento acolchado en capitoné y otro más moderno, liso y funcional. El dilema consistía en determinar si la elección del taburete influía en el fracaso como pianista.
No cabe duda que ser pianista profesional es muy difícil, además de esforzado. Hay que estudiar desde niño, ensayar cuando tus amigos juegan, torturar a los vecinos con tus progresos, superar unas pruebas cada vez más duras y, una vez obtenido el nivel suficiente y el título que lo acredita, se puede ejercer. Hablo de trabajar como pianista de orquesta, profesor de piano,  afinador con tienda de instrumentos musicales, incluso el pianista ése que ameniza las veladas turísticas y por un billete te toca lo que le pidas. No lo digo con demérito, al contrario, vivir pegado al instrumento que amas ya es un éxito, sino para contrastar lo más humilde de la profesión con lo más elevado: ser concertista de piano. Sólo los mejores de entre los mejores son concertistas, cien veces menos en proporción que las demás actividades artísticas. El motivo radica en que su arte, salvo excepciones, es reproductor, recreador, interpretan obras ajenas, la mayoría conocidas por los oyentes y con cientos de años de antigüedad. Pensemos por un momento en una librería con mil versiones de El Quijote, escritas por otros tantos autores actuales, todas con idénticas palabras y sólo diferentes en el formato, el tipo de letra o las notas a pie de página. Una locura de Borges, claro, una ficción, pero a eso precisamente se enfrenta un concertista de piano cada vez que se sienta frente al teclado. 
No es infrecuente que los pianistas de élite pierdan la cabeza por culpa de la presión de su entorno y un desmedido nivel de auto exigencia. Recordemos la película Shine (1996) con Geoffrey Rush paralizado por el Concierto para piano Nº 3 de Rajmáninov; o La pianista (2001), del perturbador Haneke, donde Isabelle Huppert se deja llevar por sus perversiones sexuales para compensar la excesiva rigidez de su temprana educación musical; o la más reciente Cuatro minutos (2006) con Hannah Herzsprung interpretando a una joven encarcelada que sorprende a todos por su modo a la vez virtuoso y violento de interpretar  a Schumann. En las tres películas el desencadenante de la locura es el maltrato paterno vinculado a una enseñanza musical con exceso de expectativas. El día que sus padres descubrieron sus dotes para el piano comenzaron a destruirlos. Por cierto, en Cuatro minutos la protagonista toca siempre de pie, no quiere hacerlo sentada para rebelarse contra lo establecido y dar rienda suelta a su pasión. 
Se puede decir que tocar el piano y fracasar van íntimamente unidos. De hecho todo el que toca el piano fracasa desde la primera nota, y pobre de él si no intenta fracasar porque entonces no llegará a ninguna parte. Hay que tener ambición, cada vez que interprete una pieza musical debe aniquilarla, demolerla, hacerla añicos, pero no puede cambiar el orden ni olvidar una sola nota. Eso está prohibido, es inmoral, una falta de respeto al autor. La obra debe ser la misma, pero trascendida. No basta con reproducir la partitura como lo haría un robot, además hay que trasmitir el alma de su creador utilizando el alma del intérprete. Establecer esa conexión. Para ello el pianista se tiene que dejar algo más que el pellejo cuando toca. La entrega ha de ser absoluta, el conocimiento de la obra, impresionante, la ejecución: carne humana hasta el delirio. Como las Variaciones Goldberg de Bach tocadas por Glenn Gould. Nadie las ha tocado tan artísticamente como él, en directo, y sus grabaciones son  las mejores, son únicas, y además son dos, lo que desafía el plural. Pero en eso consiste la genialidad: las dos son la mejor a la vez.
Glenn Gould sorprendió al mundo musical en 1955 con una versión acelerada de la Variaciones Goldberg, y en 1981, un año antes de su muerte, hizo otra más sosegada. Por ejemplo, la Variación 15 del 55 dura dos minutos y la del 81, cinco. Una interpretación diferente en cada punto de su biografía. Sólo tocó en público tres años, 34 conciertos, y luego se retiró al lago Simcoe, en Ontario, Canadá, donde había pasado su niñez, para dedicarse sólo a las grabaciones. Sin la presión del público obtenía mejores resultados. Ahora dicen que padecía el síndrome de Asperger, lo que explicaría su deseo de aislamiento y sus excentricidades. No comprendía por ejemplo cómo un pianista tenía la frialdad de dar un concierto sentado en un taburete que no le pertenecía.  Él necesitaba un objeto familiar en el escenario y no podía cargar con un piano. Iba a todas partes con una sillita que le había hecho su padre cuando tenía ocho años y siempre tocó desde una altura 35 centímetros más baja que un pianista normal. Tocaba de abajo arriba, era como una araña vibrante encaramada a un piano. Lo vivía con tanta intensidad que sus tarareos mientras tocaba están incluidos en las grabaciones, lo mismo que algunos crujidos de su silla desvencijada, como un instrumento más. Ahora se conserva en una vitrina de la Biblioteca Nacional de Canadá.
Supongo que Glenn Gould respondería afirmativamente a la pregunta de si una mala elección de taburete influye en el fracaso del pianista. A él le influyó, pero era un genio, un fuera de serie, nacen pocos cada siglo, y sus manías formaban parte de su excepcionalidad. En el concurso de piano de Santander no he visto que nadie le pusiera mala cara a la banqueta, que sólo es una banqueta pretenciosa, lo que importa es la música. Al final ganó el primer premio el español Juan Pérez Floristán, también premio del público, así todos contentos. A mí me gustó el surcoreano David Jae-Weon Huh, segundo puesto y medalla de plata, porque arriesgó mucho con una pieza de Prokofiev escogida también por otro concursante. Lo vi serio, centrado, quizá más dispuesto a fracasar que los demás, tiene futuro. Encima es alto, delgado, nada más sentarse hizo descender el asiento, con una ruedecita que tiene en un costado el taburete, porque rozaba con las piernas la parte baja del piano y, en un momento de su actuación, replegó hacia un lado y hacia atrás su pierna izquierda, para estar más desahogado, imagen sugerente que ha dado pie a este artículo. Gracias David, suerte.
publicado en EL MUNDO-Cantabria (25-8-15)


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